23 sept 2011

“De un paquete con muchos envoltorios saca una hoja de afeitar. Siempre la lleva consigo, dondequiera que vaya. La hoja de afeitar ríe como el novio ante la novia. Ella prueba cuidadosamente el filo, es tan cortante como debe ser una hoja de afeitar. Empuja varias veces a hoja en el dorso de la mano, pero no con tanta fuerza como para cortarse los tendones. No siente dolor. El metal penetra como en un trozo de mantequilla. Por un instante, en el tejido de la piel aparece una ranura como la de una hucha, y acto seguido brota la sangre que hasta entonces permanecía retenida con esfuerzo detrás de las compuertas. En total son cuatro cortes. Con eso basta, de lo contrario de desangraría. Limpia la hoja de afeitar y la guarda. La sangre de color rojo claro de las heridas brota y corre y lo mancha todo a su paso. Brota tibiamente y sin hacer ruido, no es molesto. Es muy líquida. Fluye sin cesar. Lo tiñe todo de rojo. Cuatro ranuras de las que brota constantemente. En el suelo y también sobre las sábanas se reúnen las cuatro vertientes formando una corriente. Guíate solo por mis lagrimas, pronto te acogerá el pequeño arroyuelo. Se forma un pequeño charco. Y sigue fluyendo. Y fluye y fluye y fluye y fluye.”

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